El cuento fantástico narra acciones cotidianas, comunes y naturales; pero en un momento determinado aparece un hecho sorprendente e inexplicable desde el punto de vista de las leyes de la naturaleza.
Aunque se basa en elementos de la realidad (por ejemplo, un misterio por resolver, un tesoro escondido) presenta los hechos de una manera distinta al modo habitual de ver las cosas, de una manera asombrosa y, muchas veces, sobrenatural. Esta situación provoca desconcierto e inquietud en el lector.
miércoles, 3 de noviembre de 2010
Recomendaciones
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Un sólo cuento fantástico puedo recomendar de la antología, porque al leerlo deslumbra la diferencia entre los otros ya que llama mucho la atención no solo en cómo esta redactado, sino que también el asunto en que se encuentra este hombre es muy interesante, demuestra en él la impasiencia a la libertad y como uno de verdad la puede desear tanto que hasta no llegar a obtenerla no se va a cansar... Esperanza
La metamorfosis, de Franz Kafka, es un relato famosísimo en el que el protagonista despierta convertido en otra cosa. El relato fue escrito en alemán, por lo tanto, los fragmentos que aparecen abajo, son tres versiones que fueron el resultado de un acto de de-formación, de re-formación, de metamorfosis. En otras palabras, se trata de tres traducciones del comienzo del relato, realizadas por distintos lectores especiales (llamados traductores) a partir de una misma versión en alemán.
Una mañana, al despertar de sueños intranquilos, Gregor Samsa se encontró en la cama convertido en un monstruoso insecto. Yacía sobre su duro caparazón y, si levantaba un poco la cabeza, podía ver su abovedada panza parda con sus divisiones reforzadas en forma de arco, a cuya altura la colcha, pronta a deslizarse por completo, apenas si podía sostenerse. Sus numerosas patas, ridículamente delgadas en comparación al volumen de su cuerpo, vibraban impotentes ante sus ojos. “¿Qué me ha pasado?”, pensó. No era un sueño. Su habitación, común, aunque tal vez una habitación un poco pequeña para seres humanos, seguía encuadrada entre las cuatro paredes de siempre. Por encima de la mesa, [...] Franz Kafka, La metamorfosis, Buenos Aires, Colihue, 1997. Traducción: Osvaldo y Esteban Bayer
Al despertarse Gregor Samsa una mañana, después de un sueño intranquilo, se encontró en su cama transformado en un monstruoso insecto. Estaba echado sobre el duro caparazón de su espalda y, al levantar un poco la cabeza, vio la forma abombada de su vientre oscuro, dividido en curvadas zonas duras, sobre cuya protuberancia apenas aguantaba el cobertor a punto de escurrirse al suelo. Gran número de patas ridículamente finas, en comparación con el resto de su tamaño, se agitaban débilmente ante sus ojos. “¿Qué me ha pasado?”, pensó. No era un sueño, no. Su habitación, una verdadera habitación humana, aunque reducida, estaba como siempre entre las cuatro paredes de sobra conocidas. Detrás de la mesa, [...] Franz Kafka, La metamorfosis, Colombia, Ediciones Nuevo Siglo, 1994. Traducción: Martín Cugajo
Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza, veía un vientre abombado, pardusco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos. “¿Qué me ha ocurrido?”, pensó. No era un sueño. Su habitación, una auténtica habitación humana, si bien algo pequeña, permanecía tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas. Por encima de la mesa, [...] Franz Kafka, La metamorfosis, Buenos Aires, Cátedra, 1995 Traducción: Ángeles Camargo
Los sombreros se usan para precaverse del sol o del frío. Los campesinos no pueden prescindir de ellos; los alpinistas, tampoco. No son meros objetos frívolos, decorativos o ridículos. Se usan también o se usaron para saludar, para halagar, para molestar. ¿No conocen la historia del sombrero metamórfico?. Existió en el sur de Inglaterra, en 1890. Cuentan que era de terciopelo verde y tan apropiado para los hombres como para las mujeres. Una plumita engarzada en un anillo de nácar era su único adorno. Este sombrero apareció por primera vez en la casa de un señor inglés, a las ocho de la noche de un mes de marzo. Nadie reconoció ni reclamó el sombrero. Al día siguiente, cuando lo buscaron para examinarlo, no estaba en ningún rincón de la casa. Otra vez, apareció en la casa de un médico, a la misma hora. El médico, creyendo que era de la paciente que acababa de irse, lo guardó en su ropero, cosa que molestó a su mujer. La disputa duró hasta el alba, en que hablaron de divorcio. Otra vez provocó un duelo entre dos jóvenes, amantes de una misma señora. La aparición del sombrero, que llevaba de adorno un anillo, había provocado en ambos la sospecha de una activa infidelidad. El sombrero fue a dar al Támesis, pues no había forma de deshacerse de él; quien lo arrojó fue castigado con veinte latigazos. El sombrero se había oscurecido; algo humano tenía en el lado derecho del ala, sobre el ojo de quien lo probaba, dándole ganas de acariciarlo. —No lo toquen, niños —exclamaban las personas mayores, cuando los jóvenes se lo probaban—. 111 —Trae mala suerte. Habrá pertenecido a algún brujo o bruja, que se dedica a hacer malas jugadas. Entra en las casas sin que nadie lo lleve. Es un intruso. Los objetos son como las personas, malas o buenas. Éste es malo. —No es malo —le aseguró un niño a una niña—. Si me lo pongo, soy Juana de Arco, oigo voces. —Y yo Enrique Octavo —dijo la niña—, tratando de arrebatárselo. Por increíble que parezca, la niña se parecía a Enrique Octavo. Tanto y tanto hicieron que el sombrero fue a dar otra vez al Támesis, y el que lo rescató, un transeúnte cualquiera, se lo llevó a su casa. No lo guardó, le agregó unas florcitas de seda y lo llevó a la fea para venderlo, con un conjunto de blusa y falda. ...
Continuación de "El sombrero metamórfico" de Silvina Ocampo.
En algún diario salió la noticia del sombrero. Adquirió una fama extraña; fue a dar a una sombrerería, que vendía sombreros masculinos y femeninos. Frente al desmesurado espejo del probador, ocurrían transformaciones mágicas. Durante esas transformaciones, el espejo perdía su claridad por un instante y se llenaba de raras líneas negras y sombras de animales. Probarse aquel sombrero bastaba para que un hombre se volviera mujer y una mujer hombre. Las madres de algunos niños no dejaban que sus hijos pasaran frente a la puerta de la sombrerería por miedo a que sufrieran una indebida metamorfosis. Muchas clientas ofrecían toda su fortuna con tal de comprar el sombrero, pero el precio estaba por encima de sus posibilidades; además, la moda ya había cambiado. El sombrero seguía colocado en el escaparate más visible y lujoso de la casa. Se dijo que bastaba probarse una vez el sombrero para lograr la cura de una sinusitis, de una angina o de un glaucoma. También se dijo que curaba los males de amor; conseguía enamorar a quien se lo probara, si miraba en el espejo una fotografía del elegido. Estas curas resultaban costosas. El sombrero, tan manoseado, no se desteñía ni se marchitaba. Dijeron los clientes que lo habían falsificado, con falso terciopelo, que ya no era de ese verde tan delicado, sino de un verdinegro que engañaba a los ojos. —Tal vez se dedique a la maldad —dijeron ciertos malvados—. —Es un sombrero que se parece a las personas. No sé si tuvieron razón, pero el mal se apoderó de los ánimos. —Trae mala muerte, irradia veneno —dijo un sabio, no por maldad sino por sabiduría—. Hay que matarlo. Lo mataron. ¿Cómo?. Nunca se sabrá. Pero dicen que se agitó cuando le arrancaron el ala y que dio un imperceptible grito. En el espejo quedó por un tiempo un reflejo verde, como el de algunas piedras.
Les recomiendo a todos el cuento "final para un cuento fantástico". No les va a tomar mucho tiempo leerlo y para mi es un largo cuento con muchas descripciones, pero en 6 renglones. Besoos, Juli.
el cuento "final para un cuento fantastico" me parece espectacular. Solo en un parrafo ya es fabuloso y muy bien armado con pocas palabras. en verdad no puedo creer como algo tan bueno entra solo en 6 renglones
les recomiendo el cuento "aquel cuadro". es cuento fantastico y de terror a la vez, este relato se encuentra en el libro "socorro" y es de Elsa Borneman
Les recomiendo el cuento "El niño feo" esta bueno, es muy loco. http://www.losmejorescuentos.com/cuentos/fantasticos845.php entren a esa pagina para leerlo.
Les recomiendo El Cascanueces del autor alemán Ernts T. A. Hoffmann, no el resumido, el original. Trata de una nena que recibe como regalo de navidad de su padrino, un palacio con personas que se mueven y un cascanueces que es lo que más le llama la atención... éste tiene una historia muy particular y posee vida. Juntos serán protagonistas de aventuras fascinantes en las cuales ella tendrá que deshacerse de sus objetos más preciados...
GOTITAS DE SOL Amanecía en la isla. La niña despertó viendo desde la pequeña ventana cómo el sol jugaba entre los árboles. El suelo se llenaba con lunares de luces. Ella salió a buscarlos creyendo que eran pedacitos de sol para prenderlos en su almohada. Intentó atraparlos sin lograrlo...La gotas de sol más lejos formaron la palabra Utopía.
quiero recomendar el cuento casa tomada de julio cortazar. Se trata de dos hermanos que vivián en una casa muy grande. Tenian pocas actividades ya que se pasaban limpiando la casa. los dos personajes son poco expresivos. Y en un momento no se sabe quien o que toma una parte de la cas y a los hermanos no les importa. el final no se los cuento, lo van a tener que averiguar la gente que lea este maravilloso cuento.
No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales. Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
... El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
... Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
... Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba. ...
... Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas. El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".
... Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!
... Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
... Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!
Por el camino de la montaña que llega a Megéve, en el mes de enero, en pleno invierno, avanzaba el automóvil, como sobre algodón. Desde hacía treinta años, me dijeron, no nevaba tanto en Francia. Subía el automóvil como si volara por la soledad del camino blanco bordeado de abetos, de pinos, de cipreses. Un precipicio a un lado, perfecto como una tapicería; la piedra abrupta del otro, cubierta de nieve, leve como plumas de cisne, perfeccionaban la soledad. Pero la nieve no es tan buena como parece. De pronto un convoy extraordinario, así lo llaman en Francia, lentamente detuvo su marcha. Iba adelante ocupando casi todo el ancho del camino. Las huellas que dejaban las ruedas del camión hacían patinar las de nuestro automóvil y nos empujaban hacia el abismo. Cuando se detuvo el camión y tuvimos que frenar, se deslizó ligeramente el automóvil. Caía la noche. Íbamos a bajar del coche para pedir consejo al camionero. Me calcé las botas: la izquierda en el pie derecho, la derecha en el pie izquierdo. "Dicen que trae mala suerte", musité aterrada cuando vi, pegados casi al vidrio de la ventanilla, cuatro farolitos que parecían de bicicleta. Que extraño, pensé, ciclistas a esta hora, a esta altura, con esta nieve. Los farolitos subían y bajaban en el aire. Pensé que tampoco la acrobacia ciclista convenía a ese clima. Me saqué la bota izquierda, luego la derecha. Me calcé las botas, cada una en su pie correspondiente. Cuando volví a mirar por la ventanilla me pareció que los farolitos eran ojos, tal vez de gato o de perro. No me equivoqué: eran ojos, pero de lobos. Recordé que había leído en alguna parte que los lobos saltan alegremente cuando se preparan para un festín.
Continuación de "El sillón de nieve" de Silvina Ocampo.
... Entreabrí la ventanilla y grité al camionero: "Señor, ¿éstos son lobos o perros? ¿Perros o lobos?", repetí cambiando el orden de las palabras. Durante unos instantes pregunté en francés, con mi mejor pronunciación: "Loups ou chats? Chats ou loups?". No advertía que en lugar de perro decía gato, tan grande era mi susto. Creería el hombre que yo lo insultaba, porque en francés se armonizaban mal las palabras. Un lobo no parece un gato; evidentemente el hombre no me tomó en cuenta. Nadie contestó. Conectamos la radio, movimos los diales. Oímos algo de Schumann. Los ojos súbitamente desaparecieron. El "convoy extraordinario" se puso lentamente en marcha, pero en el momento de arrancar por poco se nos viene encima. Detrás de esa mole peligrosa, y de algún modo protectora, reanudamos el viaje. Y ya casi arrepentida de llegar tan pronto (porque el miedo es a veces un elemento mágico), llegamos a Megéve, entre muros de nieve a cada lado de los caminos donde pasaban las barredoras y hombres con palas que limpiaban los surcos. No se podía entrar en el hotel por la puerta lateral que comunicaba 189 con el hall, cuya inmensa terraza se vislumbraba por las altas puertas corredizas de vidrio. Allí estaban en rueda los sillones, como enfundados en la nieve. Admiré un momento la blancura de esa soledad. Tuve un presentimiento. Salí a la terraza a respirar el olor de la nieve. Después, más tarde, subimos a un trineo cuyos cascabeles llenaron de música soñada anteriormente la noche iluminada por el hielo. Pero pronto me di cuenta de que seguía encerrada en el automóvil y que ya los lobos habían entrado por la ventanilla ardientes de hambre, y de un salto me habían devorado. ¿Cuántos lobos eran?. Nunca lo sabré, pues dormida quedé sentada en un sillón forrado de nieve del hotel, en mi sueño.
Recomendación del cuento La esperanza: A mi me gustó la historia porque tiene un lenguaje que resulta entretenido, la historia es interesante y tiene un final inesperado. El cuento nos deja pensando si le pasó todo eso al hombre o fué producto de su imaginación.
Recomendamos: "Ómnibus" de Julio Cortázar que se trata de una señora llamada Clara que viaja en el ómnibus 168 y su objetivo es llegar a Retiro, pero el viaje no resulta tan fácil ya que... Santiago, Ignacio y Quimey.
Cuento fantástico De Wikipedia, la enciclopedia libre Saltar a navegación, búsqueda El cuento fantástico narra acciones cotidianas, comunes y naturales; pero en un momento determinado aparece un hecho sorprendente e inexplicable desde el punto de vista de las leyes de la naturaleza.
Aunque se basa en elementos de la realidad -por ejemplo, un misterio por resolver, un tesoro escondido- presenta los hechos de una manera distinta al modo habitual de ver las cosas, de una manera asombrosa y, muchas veces, sobrenatural. Esta situación provoca desconcierto e inquietud en el lector.
El autor Italo Calvino nos dice, el «cuento fantástico» nace en Alemania como sueño con los ojos abiertos del idealismo filosófico, con la declarada intención de representar la realidad del mundo interior, subjetivo, de la mente, de la imaginación, dándole una dignidad igual o mayor que a la del mundo de la objetividad y de los sentidos, Por tanto, ésta también se presenta como cuento filosófico, y aquí un nombre se destaca por encima de todos: Hoffmann.
Definición Un relato fantástico se basa en lo irreal y causa un efecto de realidad, por lo que el lector encuentra una lógica a lo que está leyendo. El personaje no distingue lo que es real de lo que es irreal. Dentro de éste género lo imposible es posible. El espacio en el que viven los personajes es ilógico y sigue normas irracionales, como en "Alicia en el país de las maravillas". Por la suma de elementos reales y de elementos extraños e inexplicables, hace vacilar entre una explicación natural o una sobrenatural y deja al lector sumido en la incertidumbre. por eso se llama cuento fantástico
Recursos que utiliza Estos contribuyen a que los hechos no puedan ser explicados racionalmente.
El punto subjetivo del narrador, a menudo centrado en el protagonista. La imprecisión en los nombres y en las características de los personajes. Las imprecisiones y confusiones espacio-temporales, lo que genera una atmósfera de irrealidad. La presencia de estados de alucinación o sueño de los personajes, que rompe los límites entre lo real y lo surreal. La referencia a sucesos inverosímiles o increíbles.
Autores españoles de cuento fantástico: Cristina Fernández Cubas, José María Merino, Ángel Olgoso, Félix J. Palma, Juan Jacinto Muñoz Rengel...
Desde hace dias mi tío quiere relatar una noticia curiosa que ha salido en la prensa:¨Un hombre está leyendo un cuento sentado en el jardín de su casa. En cuanto está leyendo, ve con asombro cuando una mariposa se posa en el polen de una flor amarilla.El hombre piensa en el polen, piensa en la flor, pero también piensa en esa posibilidad de la mariposa para engullir el polen. De repente ve como la mariposa se posa en otra flor y a los pocos miutos, otra mariposa más transparente, más vivaz sale volando desde la flor donde se había posado la anterior mariposa. Si te das cuenta él sigue leyendo. Entoces una mariposa se posa en su cabeza, se sacude y él siente el parloteo como una especie de caricia tierna, sin embargo ella ha enviado su mensaje. Después, él se para de la silla. Sale en un recorrido por toda la casa a sentarse en la máquina, intrigado, decide escribir otro cuento nada ficticio, sobre el hombre en el jardín que le nacieron mariposas en su cabeza¨
Son muy interesantes sus aportes al blog. El cuento de Eugenio Camacho es genial y refleja muy bien lo que es la tranformación en el género fantástico.
Un sólo cuento fantástico puedo recomendar de la antología, porque al leerlo deslumbra la diferencia entre los otros ya que llama mucho la atención no solo en cómo esta redactado, sino que también el asunto en que se encuentra este hombre es muy interesante, demuestra en él la impasiencia a la libertad y como uno de verdad la puede desear tanto que hasta no llegar a obtenerla no se va a cansar...
ResponderEliminarEsperanza
La metamorfosis, de Franz Kafka, es un relato famosísimo en el que el protagonista despierta
ResponderEliminarconvertido en otra cosa. El relato fue escrito en alemán, por lo tanto, los fragmentos que aparecen abajo, son tres versiones que fueron el resultado de un acto de de-formación, de re-formación, de metamorfosis. En otras palabras, se trata de tres traducciones del comienzo del relato, realizadas por distintos lectores especiales (llamados traductores) a partir de una misma versión en alemán.
Una mañana, al despertar de sueños intranquilos, Gregor Samsa se encontró en la cama convertido en un monstruoso insecto. Yacía sobre su duro caparazón y, si levantaba un poco la cabeza, podía ver su abovedada panza parda con sus divisiones reforzadas en forma de arco, a cuya altura la colcha, pronta a deslizarse por completo, apenas si podía sostenerse. Sus numerosas patas, ridículamente
delgadas en comparación al volumen de su cuerpo, vibraban impotentes ante sus ojos.
“¿Qué me ha pasado?”, pensó. No era un sueño. Su habitación, común, aunque tal vez una
habitación un poco pequeña para seres humanos, seguía encuadrada entre las cuatro paredes de
siempre. Por encima de la mesa, [...]
Franz Kafka, La metamorfosis, Buenos Aires, Colihue, 1997.
Traducción: Osvaldo y Esteban Bayer
Al despertarse Gregor Samsa una mañana, después de un sueño intranquilo, se encontró en su
cama transformado en un monstruoso insecto. Estaba echado sobre el duro caparazón de su espalda
y, al levantar un poco la cabeza, vio la forma abombada de su vientre oscuro, dividido en curvadas
zonas duras, sobre cuya protuberancia apenas aguantaba el cobertor a punto de escurrirse al
suelo. Gran número de patas ridículamente finas, en comparación con el resto de su tamaño, se
agitaban débilmente ante sus ojos.
“¿Qué me ha pasado?”, pensó.
No era un sueño, no. Su habitación, una verdadera habitación humana, aunque reducida, estaba
como siempre entre las cuatro paredes de sobra conocidas. Detrás de la mesa, [...]
Franz Kafka, La metamorfosis, Colombia, Ediciones Nuevo Siglo, 1994.
Traducción: Martín Cugajo
Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre
su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en forma
de caparazón y, al levantar un poco la cabeza, veía un vientre abombado, pardusco, dividido por
partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a
punto ya de resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el
resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos.
“¿Qué me ha ocurrido?”, pensó.
No era un sueño. Su habitación, una auténtica habitación humana, si bien algo pequeña, permanecía
tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas. Por encima de la mesa, [...]
Franz Kafka, La metamorfosis, Buenos Aires, Cátedra, 1995
Traducción: Ángeles Camargo
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarBuen comentario Sol! Espero que los demás se animen a leer la historia a partir de lo que les contás en este mensaje.
ResponderEliminarVERO
Silvina Ocampo
ResponderEliminarEl sombrero metamórfico.
Los sombreros se usan para precaverse del sol o del frío. Los campesinos no
pueden prescindir de ellos; los alpinistas, tampoco. No son meros objetos
frívolos, decorativos o ridículos. Se usan también o se usaron para saludar, para
halagar, para molestar.
¿No conocen la historia del sombrero metamórfico?.
Existió en el sur de Inglaterra, en 1890. Cuentan que era de terciopelo
verde y tan apropiado para los hombres como para las mujeres. Una plumita
engarzada en un anillo de nácar era su único adorno. Este sombrero apareció por
primera vez en la casa de un señor inglés, a las ocho de la noche de un mes de
marzo. Nadie reconoció ni reclamó el sombrero. Al día siguiente, cuando lo
buscaron para examinarlo, no estaba en ningún rincón de la casa. Otra vez,
apareció en la casa de un médico, a la misma hora. El médico, creyendo que era
de la paciente que acababa de irse, lo guardó en su ropero, cosa que molestó a
su mujer. La disputa duró hasta el alba, en que hablaron de divorcio. Otra vez
provocó un duelo entre dos jóvenes, amantes de una misma señora. La aparición
del sombrero, que llevaba de adorno un anillo, había provocado en ambos la
sospecha de una activa infidelidad. El sombrero fue a dar al Támesis, pues no
había forma de deshacerse de él; quien lo arrojó fue castigado con veinte
latigazos. El sombrero se había oscurecido; algo humano tenía en el lado derecho
del ala, sobre el ojo de quien lo probaba, dándole ganas de acariciarlo.
—No lo toquen, niños —exclamaban las personas mayores, cuando los
jóvenes se lo probaban—.
111
—Trae mala suerte. Habrá pertenecido a algún brujo o bruja, que se dedica
a hacer malas jugadas. Entra en las casas sin que nadie lo lleve. Es un intruso.
Los objetos son como las personas, malas o buenas. Éste es malo.
—No es malo —le aseguró un niño a una niña—. Si me lo pongo, soy Juana
de Arco, oigo voces.
—Y yo Enrique Octavo —dijo la niña—, tratando de arrebatárselo. Por
increíble que parezca, la niña se parecía a Enrique Octavo. Tanto y tanto hicieron
que el sombrero fue a dar otra vez al Támesis, y el que lo rescató, un transeúnte
cualquiera, se lo llevó a su casa. No lo guardó, le agregó unas florcitas de seda y
lo llevó a la fea para venderlo, con un conjunto de blusa y falda.
...
Continuación de "El sombrero metamórfico" de Silvina Ocampo.
ResponderEliminarEn algún diario salió la noticia del sombrero. Adquirió una fama extraña; fue
a dar a una sombrerería, que vendía sombreros masculinos y femeninos. Frente
al desmesurado espejo del probador, ocurrían transformaciones mágicas.
Durante esas transformaciones, el espejo perdía su claridad por un instante y se
llenaba de raras líneas negras y sombras de animales. Probarse aquel sombrero
bastaba para que un hombre se volviera mujer y una mujer hombre. Las madres
de algunos niños no dejaban que sus hijos pasaran frente a la puerta de la
sombrerería por miedo a que sufrieran una indebida metamorfosis. Muchas
clientas ofrecían toda su fortuna con tal de comprar el sombrero, pero el precio
estaba por encima de sus posibilidades; además, la moda ya había cambiado.
El sombrero seguía colocado en el escaparate más visible y lujoso de la
casa. Se dijo que bastaba probarse una vez el sombrero para lograr la cura de
una sinusitis, de una angina o de un glaucoma. También se dijo que curaba los
males de amor; conseguía enamorar a quien se lo probara, si miraba en el
espejo una fotografía del elegido. Estas curas resultaban costosas. El sombrero,
tan manoseado, no se desteñía ni se marchitaba. Dijeron los clientes que lo
habían falsificado, con falso terciopelo, que ya no era de ese verde tan delicado,
sino de un verdinegro que engañaba a los ojos.
—Tal vez se dedique a la maldad —dijeron ciertos malvados—.
—Es un sombrero que se parece a las personas.
No sé si tuvieron razón, pero el mal se apoderó de los ánimos.
—Trae mala muerte, irradia veneno —dijo un sabio, no por maldad sino por
sabiduría—. Hay que matarlo.
Lo mataron. ¿Cómo?. Nunca se sabrá. Pero dicen que se agitó cuando le
arrancaron el ala y que dio un imperceptible grito.
En el espejo quedó por un tiempo un reflejo verde, como el de algunas
piedras.
Les recomiendo a todos el cuento "final para un cuento fantástico".
ResponderEliminarNo les va a tomar mucho tiempo leerlo y para mi es un largo cuento con muchas descripciones, pero en 6 renglones.
Besoos, Juli.
el cuento "final para un cuento fantastico" me parece espectacular. Solo en un parrafo ya es fabuloso y muy bien armado con pocas palabras.
ResponderEliminaren verdad no puedo creer como algo tan bueno entra solo en 6 renglones
el cuento "la pata de mono" es muy interesante y divertido
ResponderEliminarrecomendacion por Marcos: El sombrero metamórfico.
ResponderEliminarme encanto porque esta muy buena la idea y el relato.!!!
La última parte de la esperanza es muy interesante
ResponderEliminarles recomiendo el cuento "aquel cuadro".
ResponderEliminares cuento fantastico y de terror a la vez, este relato se encuentra en el libro "socorro" y es de Elsa Borneman
Les recomiendo el cuento "El niño feo" esta bueno, es muy loco.
ResponderEliminarhttp://www.losmejorescuentos.com/cuentos/fantasticos845.php entren a esa pagina para leerlo.
Les recomiendo El Cascanueces del autor alemán Ernts T. A. Hoffmann, no el resumido, el original. Trata de una nena que recibe como regalo de navidad de su padrino, un palacio con personas que se mueven y un cascanueces que es lo que más le llama la atención... éste tiene una historia muy particular y posee vida. Juntos serán protagonistas de aventuras fascinantes en las cuales ella tendrá que deshacerse de sus objetos más preciados...
ResponderEliminarQuimey
Para mi el cuento Casa tomada es muy atrapante, usa vocabulario muy bueno y tiene un final que te deja con la intriga.
ResponderEliminarGOTITAS DE SOL
ResponderEliminarAmanecía en la isla. La niña despertó viendo desde la pequeña ventana cómo el sol jugaba entre los árboles. El suelo se llenaba con lunares de luces.
Ella salió a buscarlos creyendo que eran pedacitos de sol para prenderlos en su almohada.
Intentó atraparlos sin lograrlo...La gotas de sol más lejos formaron la palabra Utopía.
http://www.losmejorescuentos.com/cuentos/fantasticos837.php
Primnero de todo esta el cuento, esta buenisimo a nosotras nos encanto, abajo esta la pagina de donde lo scamos, nos gusto muchìsmo
Mica, Cata, Viole y Jose
quiero recomendar el cuento casa tomada de julio cortazar.
ResponderEliminarSe trata de dos hermanos que vivián en una casa muy grande. Tenian pocas actividades ya que se pasaban limpiando la casa.
los dos personajes son poco expresivos.
Y en un momento no se sabe quien o que toma una parte de la cas y a los hermanos no les importa.
el final no se los cuento, lo van a tener que averiguar la gente que lea este maravilloso cuento.
me gusta el que esta hecho a mano de garri poque me gusta la idea
ResponderEliminarespectacular el cuento del sombrero!
ResponderEliminar"El gato negro"
ResponderEliminar[Cuento. Texto completo]
Edgar Allan Poe
No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.
...
Continuación "El gato negro" de Poe.
ResponderEliminar...
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
...
Continuación "El gato negro" de Poe
ResponderEliminar...
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
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Continuación "El gato negro"
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Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
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Continuación "El gato negro"
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Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
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El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
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Continuación "El gato negro"
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Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".
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Final "El gato negro"
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Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!
Traducción de Julio Cortázar
Continuación "El gato negro"
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Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
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Final de "El gato negro"
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Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!
Traducción de Julio Cortázar
"El sillón de nieve" de Silvina Ocampo.
ResponderEliminarPor el camino de la montaña que llega a Megéve, en el mes de enero, en
pleno invierno, avanzaba el automóvil, como sobre algodón. Desde hacía treinta
años, me dijeron, no nevaba tanto en Francia. Subía el automóvil como si volara
por la soledad del camino blanco bordeado de abetos, de pinos, de cipreses. Un
precipicio a un lado, perfecto como una tapicería; la piedra abrupta del otro,
cubierta de nieve, leve como plumas de cisne, perfeccionaban la soledad. Pero la
nieve no es tan buena como parece. De pronto un convoy extraordinario, así lo
llaman en Francia, lentamente detuvo su marcha. Iba adelante ocupando casi
todo el ancho del camino. Las huellas que dejaban las ruedas del camión hacían
patinar las de nuestro automóvil y nos empujaban hacia el abismo. Cuando se
detuvo el camión y tuvimos que frenar, se deslizó ligeramente el automóvil. Caía
la noche. Íbamos a bajar del coche para pedir consejo al camionero. Me calcé las
botas: la izquierda en el pie derecho, la derecha en el pie izquierdo. "Dicen que
trae mala suerte", musité aterrada cuando vi, pegados casi al vidrio de la
ventanilla, cuatro farolitos que parecían de bicicleta. Que extraño, pensé,
ciclistas a esta hora, a esta altura, con esta nieve. Los farolitos subían y bajaban
en el aire. Pensé que tampoco la acrobacia ciclista convenía a ese clima. Me
saqué la bota izquierda, luego la derecha. Me calcé las botas, cada una en su pie
correspondiente. Cuando volví a mirar por la ventanilla me pareció que los
farolitos eran ojos, tal vez de gato o de perro. No me equivoqué: eran ojos, pero
de lobos. Recordé que había leído en alguna parte que los lobos saltan
alegremente cuando se preparan para un festín.
...
Continuación de "El sillón de nieve" de Silvina Ocampo.
ResponderEliminar...
Entreabrí la ventanilla y grité al
camionero: "Señor, ¿éstos son lobos o perros? ¿Perros o lobos?", repetí
cambiando el orden de las palabras. Durante unos instantes pregunté en francés,
con mi mejor pronunciación: "Loups ou chats? Chats ou loups?". No advertía que
en lugar de perro decía gato, tan grande era mi susto. Creería el hombre que yo
lo insultaba, porque en francés se armonizaban mal las palabras. Un lobo no
parece un gato; evidentemente el hombre no me tomó en cuenta. Nadie
contestó. Conectamos la radio, movimos los diales. Oímos algo de Schumann.
Los ojos súbitamente desaparecieron. El "convoy extraordinario" se puso
lentamente en marcha, pero en el momento de arrancar por poco se nos viene
encima. Detrás de esa mole peligrosa, y de algún modo protectora, reanudamos
el viaje. Y ya casi arrepentida de llegar tan pronto (porque el miedo es a veces
un elemento mágico), llegamos a Megéve, entre muros de nieve a cada lado de
los caminos donde pasaban las barredoras y hombres con palas que limpiaban
los surcos. No se podía entrar en el hotel por la puerta lateral que comunicaba
189
con el hall, cuya inmensa terraza se vislumbraba por las altas puertas corredizas
de vidrio. Allí estaban en rueda los sillones, como enfundados en la nieve.
Admiré un momento la blancura de esa soledad. Tuve un presentimiento. Salí a
la terraza a respirar el olor de la nieve. Después, más tarde, subimos a un trineo
cuyos cascabeles llenaron de música soñada anteriormente la noche iluminada
por el hielo. Pero pronto me di cuenta de que seguía encerrada en el automóvil y
que ya los lobos habían entrado por la ventanilla ardientes de hambre, y de un
salto me habían devorado. ¿Cuántos lobos eran?. Nunca lo sabré, pues dormida
quedé sentada en un sillón forrado de nieve del hotel, en mi sueño.
Por Guido.
ResponderEliminarRecomendación del cuento La esperanza:
A mi me gustó la historia porque tiene un lenguaje que resulta entretenido, la historia es interesante y tiene un final inesperado.
El cuento nos deja pensando si le pasó todo eso al hombre o fué producto de su imaginación.
Recomendamos:
ResponderEliminar"Ómnibus" de Julio Cortázar que se trata de una señora llamada Clara que viaja en el ómnibus 168 y su objetivo es llegar a Retiro, pero el viaje no resulta tan fácil ya que...
Santiago, Ignacio y Quimey.
Cuento fantástico
ResponderEliminarDe Wikipedia, la enciclopedia libre
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El cuento fantástico narra acciones cotidianas, comunes y naturales; pero en un momento determinado aparece un hecho sorprendente e inexplicable desde el punto de vista de las leyes de la naturaleza.
Aunque se basa en elementos de la realidad -por ejemplo, un misterio por resolver, un tesoro escondido- presenta los hechos de una manera distinta al modo habitual de ver las cosas, de una manera asombrosa y, muchas veces, sobrenatural. Esta situación provoca desconcierto e inquietud en el lector.
El autor Italo Calvino nos dice, el «cuento fantástico» nace en Alemania como sueño con los ojos abiertos del idealismo filosófico, con la declarada intención de representar la realidad del mundo interior, subjetivo, de la mente, de la imaginación, dándole una dignidad igual o mayor que a la del mundo de la objetividad y de los sentidos, Por tanto, ésta también se presenta como cuento filosófico, y aquí un nombre se destaca por encima de todos: Hoffmann.
Definición
Un relato fantástico se basa en lo irreal y causa un efecto de realidad, por lo que el lector encuentra una lógica a lo que está leyendo. El personaje no distingue lo que es real de lo que es irreal. Dentro de éste género lo imposible es posible. El espacio en el que viven los personajes es ilógico y sigue normas irracionales, como en "Alicia en el país de las maravillas". Por la suma de elementos reales y de elementos extraños e inexplicables, hace vacilar entre una explicación natural o una sobrenatural y deja al lector sumido en la incertidumbre. por eso se llama cuento fantástico
Recursos que utiliza
Estos contribuyen a que los hechos no puedan ser explicados racionalmente.
El punto subjetivo del narrador, a menudo centrado en el protagonista.
La imprecisión en los nombres y en las características de los personajes.
Las imprecisiones y confusiones espacio-temporales, lo que genera una atmósfera de irrealidad.
La presencia de estados de alucinación o sueño de los personajes, que rompe los límites entre lo real y lo surreal.
La referencia a sucesos inverosímiles o increíbles.
Autores españoles de cuento fantástico: Cristina Fernández Cubas, José María Merino, Ángel Olgoso, Félix J. Palma, Juan Jacinto Muñoz Rengel...
Igna y Quimy.
Germinación
ResponderEliminarEugenio Camacho
Desde hace dias mi tío quiere relatar una noticia curiosa que ha salido en la prensa:¨Un hombre está leyendo un cuento sentado en el jardín de su casa. En cuanto está leyendo, ve con asombro cuando una mariposa se posa en el polen de una flor amarilla.El hombre piensa en el polen, piensa en la flor, pero también piensa en esa posibilidad de la mariposa para engullir el polen. De repente ve como la mariposa se posa en otra flor y a los pocos miutos, otra mariposa más transparente, más vivaz sale volando desde la flor donde se había posado la anterior mariposa. Si te das cuenta él sigue leyendo. Entoces una mariposa se posa en su cabeza, se sacude y él siente el parloteo como una especie de caricia tierna, sin embargo ella ha enviado su mensaje. Después, él se para de la silla. Sale en un recorrido por toda la casa a sentarse en la máquina, intrigado, decide escribir otro cuento nada ficticio, sobre el hombre en el jardín que le nacieron mariposas en su cabeza¨
Para Igna y Quimey.
ResponderEliminarSon muy interesantes sus aportes al blog.
El cuento de Eugenio Camacho es genial y refleja muy bien lo que es la tranformación en el género fantástico.
Excelente compromiso chicos con el proyecto.
VERO